KAFKA, FRANZ
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Para Franz Kafka la literatura no era un vehículo de entretenimiento para sus lectores. Tampoco para él. Es una cosmovisión diferente del mundo moderno. Para poder sustentarlo, descendió al subsuelo de los poderes oscuros. Fue su única manera para comprender la vida escrita a través de los poderes diurnos. Es decir, el de las leyes. Un eterno presente, un mundo sin futuro y por encima de él, como un péndulo, la advertencia del mundo de las leyes, del poder, en el que nadie es inocente mientras no se demuestre lo contrario.
En ninguna narración literaria es tan aplastante el mito del poder como en El castillo (1926). Obra que refleja una aberrante pesadilla formada por infinitos obstáculos que puede encontrar un individuo para alcanzar sus metas ante una autoridad infinita que se niega a concederlos.
Borges gran admirador de Kafka, afirmaba que dos ideas, dos obsesiones, rigen la obra Kafkiana: la subordinación es la primera; el infinito, la segunda.
En El castillo, como en casi todas sus narraciones, hay jerarquías y estas jerarquías son infinitas e invisibles. El acceso al poder es, por consiguiente; imposible, y no sólo tanto el acceso al poder mismo sino a sus caprichosos mandatos.
En la presente obra, el protagonista, K, es un agrimensor que llega a un pueblo por la noche, para el día siguiente empezar a ejercer su oficio. El pequeño pueblo se encuentra dominado por un Castillo, que si se mira bien, ni siquiera es un Castillo, sino un conjunto de casas donde viven las autoridades y desde donde se establecen las normas que rigen la convivencia y la vida de los administrados