ADRIANA URIBE ÁLVAREZ
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Los imaginarios que tenemos respecto a determinados territorios de nuestra ciudad se relacionan con proyecciones y experiencias tanto personales como colectivas. Vistas desde la óptica del patrimonio cultural, estas impresiones y percepciones, si bien se dan en el presente, están vinculadas con las huellas que va dejando la historia misma a través de la traza urbana, el crecimiento y la ampliación de sus bordes, los espacios públicos de la ciudad, sus construcciones, y, en general, el desarrollo de la vida social de sus habitantes que siempre es cambiante. Para 1893, Bogotá se encontraba en plena expansión. La configuración de las parroquias, como delimitación religioso-política, daba cuenta de una ciudad que tiempo atrás había superado el límite natural de los ríos San Francisco y San Agustín, y tomaba posesión, a través de distintos asentamientos, de zonas ubicadas en sus cuatro puntos cardinales: los cerros al oriente, Las Cruces al sur, San Victorino al occidente y al norte, Las Nieves. A los habitantes de este último sector se los reconocía en la ciudad como nieblunos. Este apelativo, más que ser de carácter cariñoso y cercano, se encontraba signado por una relación con lo anticuado, con aquellas costumbres de antaño enraizadas aún en formas propias del ámbito colonial, y quizás atravesadas por una sensación de estancamiento en el tiempo.